Miguel Uribe Turbay senador y precandidato presidencial

Su niñez la vivió al lado de su papá, Miguel Uribe Londoño, que en esos primeros años trató de cumplir las tareas de padre y de madre.
El Tiempo | GDA, Bogotá, Colombia
Algunos días, cuando era adolescente, Miguel Uribe Turbay pasaba cinco, seis, siete horas frente a un tablero de ajedrez. Estudiaba jugadas, escogía los mejores movimientos. No se iba a dormir antes de que el problema que tenía frente a él no estuviera resuelto. Ese fue su primer sueño: ser ajedrecista profesional.
Junto a unos amigos, y apoyado por su familia, creó una fundación en la que se dedicaba a enseñarles el juego a niños víctimas de la violencia. Ahí se dio cuenta de que una acción directa en la sociedad tenía más poder de transformación. Y su sueño cambió: se orientó a la política.
Sin embargo, el pensamiento lógico, la memoria infinita, la disciplina, todo lo que le sembró el ajedrez, lo acompañó siempre.
Nació el 28 de enero de 1986. Tenía cuatro años cuando le dio el último beso a su madre. Ella, la periodista Diana Turbay Quintero, se despidió con un abrazo fuerte y salió de su casa creyendo que iba a hacer una entrevista que podría ayudar a que los procesos de paz avanzaran en el país.
Era una trampa: terminó secuestrada por el narcotraficante Pablo Escobar. Fue asesinada.
Miguel Uribe creció sin ella, pero con su inspiración. “Mi madre dio su vida por una causa. Y su causa se volvió mi propósito: lograr un país sin violencia”, dijo en una ocasión el senador y precandidato presidencial, que murió después de dos meses de luchar por su vida, tras ser víctima de un atentado.
La huella de su madre fue tan fuerte, que decidió lanzar su última campaña en Copacabana, Antioquia, donde la mataron. “El lugar en el que todo empezó para mí”, dijo. Eligió como lema: “Vuelve la seguridad”.
Su niñez la vivió al lado de su papá, Miguel Uribe Londoño, que en esos primeros años trató de cumplir las tareas de padre y de madre. Los dos se volvieron un tándem a prueba de todo. En las tardes, cuando llegaba del Colegio Los Nogales —donde cursó todos sus años escolares—, se sentaba a tocar piano.
Su padre tenía un pequeño Yamaha y quiso que su hijo aprendiera a interpretar obras clásicas. Desde ese momento la música se convirtió para él en una presencia constante.
Después del piano, Uribe siguió con la guitarra, con algo de violonchelo y, en años más recientes, con el acordeón. Le gustaba el vallenato y su esposa, María Claudia Tarazona, le dio uno como regalo en Navidad. Estaba aprendiendo a tocarlo, siguiendo con juicio tutoriales de YouTube.
Después de graduarse del colegio, entró a la Universidad de los Andes a estudiar Derecho y luego hizo una maestría en Políticas Públicas. A los 25 años pensó que, si en realidad quería una vida dedicada a la política, era momento de empezar. Su abuelo materno era el expresidente Julio César Turbay Ayala. Así que tenía claro que muchos iban a verlo solo como “el nieto de”. Durante un buen tiempo, de hecho, le llovieron ataques que venían de detractores del exmandatario. “Al final desarrollé cuero”, decía Uribe.
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Sin embargo, él mismo contó que la gran influencia no le había venido de su abuelo —lo veía poco porque residía en el exterior y murió cuando él tenía 20 años—, sino de su abuela: Nydia Quintero.
Con ella vivió etapas de su adolescencia y pudo ver de cerca el trabajo que cumplía con la fundación que creó en los ochenta y que ha sido fundamental en el país: Solidaridad por Colombia. Uribe la acompañaba en muchas de sus jornadas con la comunidad.
“Eso me generó una sensibilidad diferente —contó en una entrevista con la revista Bocas—. Ahí fue cuando decidí entregar mi vida a la vocación social”.
Su abuela, que murió en junio pasado a los 94 años, le enseñó otra cosa también muy importante: la importancia del perdón. Luego de haberse “peleado con Dios” y de cargar sobre sus hombros la rabia contra los asesinos de su madre, Uribe decidió perdonar. “Nada podía devolverme a mi mamá. En cambio, esta nueva forma de pensar y ver las cosas me iba a enriquecer como persona”, dijo.
Su primer paso en política fue buscar una curul en el Concejo de Bogotá. Era 2011. Simón Gaviria, en ese momento cabeza del Partido Liberal, había conocido a Uribe en unas tertulias universitarias en las que se debatían temas del país. Quedó sorprendido con sus capacidades. “Miguel tenía una energía positiva radiante, nunca se desvanecía —dice Gaviria—. Su carisma, su liderazgo, su perseverancia, me hicieron pensar que iba a ser exitoso en la política”. Le propuso ser candidato por el liberalismo y comenzaron a recorrer los barrios de la ciudad.
Uribe llegó al Concejo con diecinueve mil votos. Muchos se imaginaron que un muchacho de 25 años iba a tomarse ese cargo a la ligera. Lo contrario: no solo fue elegido como “concejal revelación”, sino que llegó a ocupar la presidencia de la corporación.
En ese momento también conoció a la mujer que sería compañera de ruta: María Claudia Tarazona, con quien se casó al finalizar el periodo en la entidad distrital. Desde ese momento ella, sus hijas María, Emilia e Isabella, y Alejandro, que nació hace cuatro años, se convirtieron en los pilares más importantes de su vida.
En esa primera etapa política Uribe mostró varias de las características que siguieron destacándolo. Entre ellas la rigurosidad con la que se dedicaba a estudiar cada tema. En el Concejo hizo un fuerte ejercicio de oposición al entonces alcalde de Bogotá, Gustavo Petro. En 2016 le llegó el siguiente reto: ser secretario de Gobierno de la administración de Enrique Peñalosa. La propuesta le llegó cuando él ya tenía planeado irse a estudiar fuera del país.
Sin embargo, Peñalosa lo convenció con un argumento contundente: le dijo que aprendería más en el cargo que le estaba ofreciendo. A punto de cumplir 30 años, se convirtió en el funcionario más joven en llegar a esa responsabilidad. “Miguel tenía una combinación muy especial que me llamó la atención. Su habilidad inmensa para las relaciones humanas y, al mismo tiempo, su disciplina. Era un trabajador incansable”, dice Peñalosa, que lo nombró sin tener en cuenta que no formaba parte de su partido.
En ese periodo lo acompañó como subsecretario Iván Casas, que también tiene presentes sellos muy particulares de su personalidad: “Miguel era un tipo brillante. Absorbía la información con muchísima facilidad y rapidez. Una sola ojeada a un papel le bastaba para memorizar su contenido y dar un discurso. Creo que era algo que le venía de su ejercicio de jugar ajedrez”.
Uribe estuvo tres años en ese cargo. No completó los cuatro porque decidió aspirar a la Alcaldía. Con el movimiento ciudadano Avancemos, se puso a recoger firmas y se lanzó con el entusiasmo de siempre. Durante esa campaña logró apoyos de diferentes partidos y organizaciones que lo vieron como una buena opción. Algo que demuestra un aspecto que, según Casas, también era propio de su carácter: “Miguel era una persona que sumaba. Lograba convocar distintos sectores del espectro ideológico.
Al final se le vio solo como parte del entorno uribista, pero él abarcaba mucho más”. En ese 2019 los votos no le alcanzaron para convertirse en alcalde de la capital. Una derrota semejante podría hacerles bajar los brazos a muchas personas. En su caso no fue así. El concejal Andrés Barrios, que compartió con él ese periodo y lo apoyó en el trabajo diario de la campaña, recuerda la reacción de Uribe cuando supo que no había ganado: “Me dio un abrazo y me dijo que teníamos que tomarlo como enseñanza. Aprender de lo que había pasado y seguir”.
Miguel era una persona que sumaba. Lograba convocar distintos sectores del espectro ideológico
Y seguir. Rendirse o detenerse no eran opciones para él. De hecho, a lo largo de su vida —desafortunadamente corta, 39 años—, Uribe dio muestras de que no le gustaba estar en la zona de confort. Buscaba retos de forma continua. “Un día le pregunté por qué hacía lo que hacía, si tenía la posibilidad de una vida más tranquila, teniendo en cuenta todo lo que le tocó vivir por la muerte de su madre”, recuerda Julio César Acosta, que compartió con él curul en el Concejo y desde entonces se volvieron buenos amigos. “Me contestó que lo hacía porque quería ayudar a cambiar este país”. Era su convicción.
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Su siguiente desafío fue doble: inició una maestría en Administración Pública en Harvard (que hizo primero de manera virtual y acabó presencial) y comenzó su campaña para llegar al Senado. Acosta llegó a advertirle que iba a ser imposible cumplir con las dos actividades. Pero Uribe no prestó atención. Estaba acostumbrado a hacer, no a quedarse en intenciones. Así tuviera que doblar o triplicar los esfuerzos. “Miguel era muy intenso en lo que hacía. Como amigo, como estudiante, como funcionario.
Podía tener una cena de trabajo hasta tarde y al día siguiente estar de pie a las cuatro de la mañana para iniciar la jornada. Solo trataba de parar los domingos, para estar con su familia”, dice Acosta, que recuerda otra marca de su personalidad: los buenos amigos de Uribe no eran de su edad. Todos eran mayores. “Yo lo trataba como a un hermano menor”, afirma.
Con esa energía que parecía no agotarse, consiguió las dos cosas: sacar adelante la maestría y salir elegido como senador, en 2022, con la votación más alta a nivel nacional. Al Congreso llegó como cabeza de lista del Centro Democrático.
Si bien Uribe había empezado su carrera política en el Partido Liberal y luego representó movimientos independientes, terminó por acercarse al partido de Álvaro Uribe Vélez porque consideraba que era el lugar para una persona como él, “firme pero no radical”, según afirmó.
La visión de seguridad democrática coincidía con su manera de pensar. En poco tiempo, con su carisma y su disciplina, se convirtió en una de las figuras del uribismo y sin duda era el que más proyección tenía para una carrera presidencial. Por eso decidió lanzarse como precandidato. Los últimos meses de su vida los dedicó a exponer sus propuestas en diferentes lugares del país. En casi todos sus discursos incluía esta frase:
—No negocio principios ni convicciones.
Miguel Uribe Turbay no era de medias tintas. Al mismo tiempo que exigía cumplimiento entre su equipo, era amable en el trato. “Era una persona alegre. Siempre, a pesar de las adversidades, tenía una sonrisa”, dice la representante a la Cámara Carolina Arbeláez, que tuvo con él una amistad de muchos años. Quienes lo conocieron de cerca van a extrañar sobre todo su forma de ser.
Su entusiasmo, su curiosidad. Echarán de menos verlo en una reunión con la guitarra en mano, cantando algunos de los versos que le compuso a su esposa. Queda como su firma la decisión con la que asumió un camino, habiendo tenido la posibilidad de tomar uno distinto.
Él mismo lo dijo:
—Pude elegir otro rumbo, pero opté por transformar vidas mediante el servicio público. Pude haber crecido buscando venganza, pero decidí hacer lo correcto: perdonar”.